Por: Curro González, sobreescalada.com
Hoy mientras escalaba en la Sierra de la Cabrera me ha venido a la mente un recuerdo de una antigua escalada, no sé si era por la puesta de sol o porque ayer fue mi cumpleaños e inevitablemente los años pasan (algunos con cierta nostalgia), pero me ha dado por recordar.
Los 18 años fueron para mi una época muy preciada, un hervidero de furia contenida e ilusiones y sueños incontrolados que se vieron desbocados a realizar lo que más me gustaba: sentirme libre.
A lo largo de esos 12 meses en los que los dieciocho me rondaron, viajé al Atlas, en donde realicé varios cuatromiles, (incluído el Toubkal); en el verano nos fuímos a Chamonix, donde pudimos ascender al Mont-Blanc por los cuatromiles; comencé a escalar en roca con asiduidad en mi querida Pedriza y Peñalara; realizamos diferentes escaladas en los Pirineos y con los 19 casi recién cumplidos, hice mi primera tentativa a la cara norte del Cervino en invierno.
Todo ello con un presupuesto más que humilde, sin transporte privado y rodeado de maravillosas personas que forman parte de mi esencia.

De esas escaladas del Pirineo, la que mejor recuerdo guardo, es la que realizamos en la Cara Norte del Monte Perdido.
Habíamos leído por ahí que existía una «norte directa», una atrevida línea que atacaba directamente los Seracs del glaciar del Monte Perdido y que hacía cumbre a través de unas pequeñas goulottes de mixto.
Nos juntamos cinco «tipos rudos» con la idea de escalar dicha ruta, nos empaquetamos en un viejo Renault y nos fuímos hacia el mágico valle de Pineta, previamente y tras llegar a Zaragoza, teníamos que sortear las diferentes carreteras nacionales que nos llevaban serpenteando hasta aquel lugar.
Las noches de vivac con luna llena en el Balcón de Pineta son uno de mis recuerdos más preciados de aquella época.
La escalada comenzaba por un terreno vertical y difícil, tanto fue así, que de los cinco «tipos rudos» tan sólo quedamos dos: Fernando y yo.
Recuerdo la escalada agotadora, no sólo por el desnivel y la dificultad del recorrido, si no por la engorrosa labor de asegurar (la cuerda congelada de 11 mm no deslizaba muy bien por el ocho).
La escalada de una última goulotte de hielo fino y roca, nos puso a prueba antes de alcanzar la cima.

El descenso no estuvo exento de sustos, recuerdo que caí cabeza abajo en la escupidera al engancharse uno de mis crampones a la cuerda que llevaba a la espalda, menos mal que anduve con reflejos.
La llegada al Balcón de Pineta fue el colofón de un día repleto de emociones y sacrificios, tanto fue así, que al quitarme una de las botas comprendí el porqué de aquel dolor en mi dedo: fue la primera vez (de muchas) que perdí la uña.
Entre la exaltación y el dolor, esa última noche la pasé contemplando aquel maravilloso paisaje lunar.