Por: Curro González, sobreescalada.com
Despiertas y hay mil y un motivos por los cuales no levantar. Por los que no merece la pena abandonar el confort que has creado con el calor de tu cuerpo, en el interior de ese saco que te protege del perturbador exterior.
Te encuentras agotado, aislado a cientos de kilómetros de cualquier ser humano y te has ido emborrachando en el transcurso de los días de una dulce y falsa melancolía que desaparecerá en el momento en el que te consideres a salvo.
Abandonas todo atisbo de raciocinio, porque lo que estás haciendo escapa de lo racional. Por qué si no te encontrarías en la situación en la que estas?
Eres consciente de que es lo que habías venido a buscar, pero con la experiencia sabes que cuando se encuentra en todo su esplendor, asusta. Y una vez que te envuelve, no estás a salvo.
Regresas de tu estancia de manera diferente, apasionadamente frío, calculador y espeluznantemente pragmático. Tanto es así que ya no serás el mismo, el concepto y la percepción de los problemas ha cambiado. Un hecho posiblemente difícil de entender e imposible de empatizar por aquellos que jamás se expusieron a la mortal incertidumbre.
Y cuando por fin cala en tú interior, en lo más arraigado de que es tu ser, te transforma e inhabilita para las percepciones banas del día a día. Ya nada tiene sentido, las habilidades y adaptaciones adquiridas de nada te sirven en este diferente lugar, ya que no son las adecuadas para solventar las diferentes incógnitas a las que te enfrentas.
Es en ese momento, cuando eres consciente de la situación, cuando te sientes prisionero y sólo quieres escapar.
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